La revolución y la modernidad
Sobre
un término tan manido hoy día como es el de la "revolución" conviene,
en primer lugar, aproximarnos a él en el entendido de que -como establece Dunn-
los cambios revolucionarios operan allí donde se produce una transformación de
manera brusca en un sistema. Según el autor, la ecuación que conjuga lo que
podemos entender como una revolución tiene lugar cuando el cambio es rápido,
tiene un masivo apoyo popular y entraña un componente violento (p. 12).
Ahora
bien, ¿Se puede decir que las revoluciones son fenónemos eminentemente
asociados con la modernidad?. En cierto modo este asunto puede tener una
respuesta afirmativa, siempre y cuando entendamos por "lo moderno"
algo que no necesariamente se circunscribe al Siglo XX o XXI, sino que puede ir
un poco más atrás en el tiempo.
Bajo
este razonamiento, podríamos situar como el gran hito de la revolución mundial
al cambio drástico que, buscando el establecimiento del sistema republicano,
dio al traste con la monarquía francesa a finales del siglo XVIII (La
Revolución Francesa). Aquí está el meollo del asunto, puesto que mediante las
razones argüidas por Dunn, la revolución -entendida como hecho asociado a la
modernidad- lo es en virtud de que se concibe como una forma de canalizar el
descontento que una masa de individuos considerable emprende contra la forma
como se llevan a cabo las relaciones económicas en el medio en el que habitan. Particularmente,
en el caso que aludimos este hecho se hace manifiesto en el descontento que la
burguesía (máxima generadora de capital para la época) busca canalizar contra
la nobleza francesa que para entonces se había tornado parasitaria.
Bajo
este esquema de razonamiento, resulta evidente que las revoluciones sólo pueden
ser vistas como una consecuencia directa de la modernidad. Pero, ¿Qué
modernidad? Pues, por una parte, aquella donde las monarquías comienzan a ser
cuestionadas, en pos de la búsqueda de la implantación de la República (como
sucede en Francia), y por otra en la inherente a los sistemas políticos dónde
el estancamiento (generalmente económico) deja de ser aceptado de manera laxa
por las sociedades. Para ambos casos, la solución revolucionaria siempre se
erige en opción prometedora, en alternativa de porvenir, en remedio mágico a
los problemas del presente mediante un futuro que implica progreso inmediato y,
a la vez, destrucción al viejo -y carcomido- sistema que ya no proporciona
respuestas a las necesidades de las grandes mayorías.
Así
pues, las revoluciones nacerán en donde vastos sectores populares comienzan a elevar
sus niveles de demanda en todos los ámbitos, pero esenciamente en el económico.
Aspectos como la participación política y el ser sujetos de derecho (con
arreglo a la ley y no a la voluntad de un monarca o mandamás de turno) serán
caldo de cultivo para que detonen las revoluciones. La modernidad será el
escenario propicio para que estos hechos se lleven a cabo, en la medida en que
sólo bajo su lógica podrá un individuo que antes era siervo tener el
atrevimiento de reclamar el goce de la ciudadanía, con todo lo que esta
condición implica.
Además
de ello Dunn refiere un aspecto medular que posibilita el hecho de que, sólo en
el marco de la modernidad, sea posible generar una revolución. Esto es, el
fenómeno de la creación de las grandes urbes, de la concentración de
gigantescos grupos humanos en grandes ciudades. De esta forma, la ciudad -cuna
del desarrollo en nuestros tiempos- se rige por un conjunto de relaciones
económicas (que luego repercuten en otros ámbitos) que se establecen entre las
grandes masas trabajadoras y los pequeños grupos que poseen el capital, lo cual
a la larga podría servir como caldo de cultivo para que ebulla la revolución. De
allí que también podamos entender que el fenómeno de "las masas" es
algo eminentemente moderno y que toda revolución pasa primero por ser un hecho
que debe contar con un apoyo masivo.
El
asunto de las revoluciones se circunscribe pues, esencialmente al tema de la
justicia y la búsqueda de la igualdad, o bien de generar un recambio político
cuando una élite gobernante ya no tiene sintonía con los gobernados; conquistas
que han ido surgiendo de manera paulatina producto de la modernidad. Por
ejemplo, era impensable que en pleno apogeo de la edad feudal los siervos de
gleba se agruparan para, de manera violenta, acabar con el estado de cosas que
encabezaba su Señor, tanto más cuando éste último inclusive estaba allí por designio de
Dios para gobernarles.
Vigencia de la democracia en nuestro tiempo
Actualmente resulta difícil que un
país pueda operar bajo un régimen abiertamente dictatorial, tanto más cuando
los organismos, tratados y convenios internacionales se erigen en muros de
contención para que éste tipo de gobiernos despóticos no puedan operar a sus
anchas.
Si
bien durante buena parte del Siglo pasado el fenómeno de las dictaduras brotó
en muchas partes del mundo (especialmente en Latinoamérica y África), hoy día
la existencia de la "comunidad internacional", que a su vez contempla
la creación de organismos de vigilancia para el respeto a los Derechos Humanos,
hace cuesta arriba que un gobierno pura y sencillamente dictatorial pueda
establecer con éxito relaciones con los demás países que hacen vida dentro de
estos entes. De allí pues, la importancia sustantiva de la existencia de
instancias como la Organización de Naciones Unidas (ONU) o la Organización de
Estados Americanos (OEA), tribunas de alcance internacional desde donde -aún
con deficiencias- se vela por el cumplimiento de ciertos principios
democráticos y de respeto a la pluralidad política por parte de los gobiernos
de sus países miembros.
Esto
no significa que hoy, en pleno Siglo XXI, no exista la tentación -autoritaria
en algunos casos y totalitaria en otros- de ciertos gobiernos del mundo por
abandonar la senda de lo que presupone gobernar de manera democrática. Sin
embargo, los gobernantes que se inclinan por ejercer el poder bajo estas formas
(que se podrían calificar como híbridas, puesto que cabalgan entre la
democracia y la dictadura) necesariamente se ven presionados por todas las
condiciones que hemos descrito anteriormente y terminan dotando de una fachada
democrática sus actuaciones.
Así
pues, el mero hecho de la existencia de estos organismos y el avance en torno a
un consenso en el pensamiento político mundial donde se asume que la democracia
es, efectivamente, la forma menos mala
de gobierno (vista su capacidad de autocorregirse), hace que hasta los propios
golpes de estado militares que puedan darse en la contemporaneidad se vean en
la necesidad de emplear mascaradas y razonamientos aderezados de democracia y
búsqueda de respeto a la ley para ser justificados ante la comunidad
internacional. Hoy por hoy resulta cien veces más difícil que hace un Siglo
emprender una asonada militar para deponer a un gobierno democráticamente
electo.
Esto
que hemos dicho puede confirmarse en la tendencia a que las dictaduras
abiertamente declaradas se hayan extinguido progresivamente del planeta, para
así dar paso a regímenes democráticos, o bien a que los gobiernos de corte
dictatorial que aún perviven en el mundo tengan que emplear excusas permanentes
para -así sea mediante procesos electorales truculentos o plebiscitarios-
lograr lavarse la cara con el agua de la democracia. No es casualidad que en
Europa quede en pie, actualmente, solamente una dictadura (la de Lukashenko en
Bielorrusia), o que en Latinoamérica (que en algún momento llegó a ser
gobernada enteramente por dictadores militares, a excepción de un par de países
entre los que se incluye Venezuela) ya no existan este tipo de gobiernos
autoritarios.
Nehomar Adolfo Hernández
Bibliografía
DUNN, John (1989): Modern
Revolutions, Cambridge
University Press; pp.
1-23.
*Trabajo realizado por el autor para la asignatura "Elementos para el análisis político" de la Maestría en Ciencia Política de la Universidad Simón Bolívar (USB).
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