domingo, 12 de mayo de 2013

La revolución y la modernidad / Vigencia de la democracia en nuestro tiempo





La revolución y la modernidad

Sobre un término tan manido hoy día como es el de la "revolución" conviene, en primer lugar, aproximarnos a él en el entendido de que -como establece Dunn- los cambios revolucionarios operan allí donde se produce una transformación de manera brusca en un sistema. Según el autor, la ecuación que conjuga lo que podemos entender como una revolución tiene lugar cuando el cambio es rápido, tiene un masivo apoyo popular y entraña un componente violento (p. 12).

Ahora bien, ¿Se puede decir que las revoluciones son fenónemos eminentemente asociados con la modernidad?. En cierto modo este asunto puede tener una respuesta afirmativa, siempre y cuando entendamos por "lo moderno" algo que no necesariamente se circunscribe al Siglo XX o XXI, sino que puede ir un poco más atrás en el tiempo.

Bajo este razonamiento, podríamos situar como el gran hito de la revolución mundial al cambio drástico que, buscando el establecimiento del sistema republicano, dio al traste con la monarquía francesa a finales del siglo XVIII (La Revolución Francesa). Aquí está el meollo del asunto, puesto que mediante las razones argüidas por Dunn, la revolución -entendida como hecho asociado a la modernidad- lo es en virtud de que se concibe como una forma de canalizar el descontento que una masa de individuos considerable emprende contra la forma como se llevan a cabo las relaciones económicas en el medio en el que habitan. Particularmente, en el caso que aludimos este hecho se hace manifiesto en el descontento que la burguesía (máxima generadora de capital para la época) busca canalizar contra la nobleza francesa que para entonces se había tornado parasitaria.

Bajo este esquema de razonamiento, resulta evidente que las revoluciones sólo pueden ser vistas como una consecuencia directa de la modernidad. Pero, ¿Qué modernidad? Pues, por una parte, aquella donde las monarquías comienzan a ser cuestionadas, en pos de la búsqueda de la implantación de la República (como sucede en Francia), y por otra en la inherente a los sistemas políticos dónde el estancamiento (generalmente económico) deja de ser aceptado de manera laxa por las sociedades. Para ambos casos, la solución revolucionaria siempre se erige en opción prometedora, en alternativa de porvenir, en remedio mágico a los problemas del presente mediante un futuro que implica progreso inmediato y, a la vez, destrucción al viejo -y carcomido- sistema que ya no proporciona respuestas a las necesidades de las grandes mayorías.

Así pues, las revoluciones nacerán en donde vastos sectores populares comienzan a elevar sus niveles de demanda en todos los ámbitos, pero esenciamente en el económico. Aspectos como la participación política y el ser sujetos de derecho (con arreglo a la ley y no a la voluntad de un monarca o mandamás de turno) serán caldo de cultivo para que detonen las revoluciones. La modernidad será el escenario propicio para que estos hechos se lleven a cabo, en la medida en que sólo bajo su lógica podrá un individuo que antes era siervo tener el atrevimiento de reclamar el goce de la ciudadanía, con todo lo que esta condición implica.

Además de ello Dunn refiere un aspecto medular que posibilita el hecho de que, sólo en el marco de la modernidad, sea posible generar una revolución. Esto es, el fenómeno de la creación de las grandes urbes, de la concentración de gigantescos grupos humanos en grandes ciudades. De esta forma, la ciudad -cuna del desarrollo en nuestros tiempos- se rige por un conjunto de relaciones económicas (que luego repercuten en otros ámbitos) que se establecen entre las grandes masas trabajadoras y los pequeños grupos que poseen el capital, lo cual a la larga podría servir como caldo de cultivo para que ebulla la revolución. De allí que también podamos entender que el fenómeno de "las masas" es algo eminentemente moderno y que toda revolución pasa primero por ser un hecho que debe contar con un apoyo masivo.

El asunto de las revoluciones se circunscribe pues, esencialmente al tema de la justicia y la búsqueda de la igualdad, o bien de generar un recambio político cuando una élite gobernante ya no tiene sintonía con los gobernados; conquistas que han ido surgiendo de manera paulatina producto de la modernidad. Por ejemplo, era impensable que en pleno apogeo de la edad feudal los siervos de gleba se agruparan para, de manera violenta, acabar con el estado de cosas que encabezaba su Señor, tanto más cuando éste último inclusive estaba allí por designio de Dios para gobernarles.


Vigencia de la democracia en nuestro tiempo

Actualmente resulta difícil que un país pueda operar bajo un régimen abiertamente dictatorial, tanto más cuando los organismos, tratados y convenios internacionales se erigen en muros de contención para que éste tipo de gobiernos despóticos no puedan operar a sus anchas.
           
Si bien durante buena parte del Siglo pasado el fenómeno de las dictaduras brotó en muchas partes del mundo (especialmente en Latinoamérica y África), hoy día la existencia de la "comunidad internacional", que a su vez contempla la creación de organismos de vigilancia para el respeto a los Derechos Humanos, hace cuesta arriba que un gobierno pura y sencillamente dictatorial pueda establecer con éxito relaciones con los demás países que hacen vida dentro de estos entes. De allí pues, la importancia sustantiva de la existencia de instancias como la Organización de Naciones Unidas (ONU) o la Organización de Estados Americanos (OEA), tribunas de alcance internacional desde donde -aún con deficiencias- se vela por el cumplimiento de ciertos principios democráticos y de respeto a la pluralidad política por parte de los gobiernos de sus países miembros.
           
Esto no significa que hoy, en pleno Siglo XXI, no exista la tentación -autoritaria en algunos casos y totalitaria en otros- de ciertos gobiernos del mundo por abandonar la senda de lo que presupone gobernar de manera democrática. Sin embargo, los gobernantes que se inclinan por ejercer el poder bajo estas formas (que se podrían calificar como híbridas, puesto que cabalgan entre la democracia y la dictadura) necesariamente se ven presionados por todas las condiciones que hemos descrito anteriormente y terminan dotando de una fachada democrática sus actuaciones.

Así pues, el mero hecho de la existencia de estos organismos y el avance en torno a un consenso en el pensamiento político mundial donde se asume que la democracia es, efectivamente,  la forma menos mala de gobierno (vista su capacidad de autocorregirse), hace que hasta los propios golpes de estado militares que puedan darse en la contemporaneidad se vean en la necesidad de emplear mascaradas y razonamientos aderezados de democracia y búsqueda de respeto a la ley para ser justificados ante la comunidad internacional. Hoy por hoy resulta cien veces más difícil que hace un Siglo emprender una asonada militar para deponer a un gobierno democráticamente electo.

Esto que hemos dicho puede confirmarse en la tendencia a que las dictaduras abiertamente declaradas se hayan extinguido progresivamente del planeta, para así dar paso a regímenes democráticos, o bien a que los gobiernos de corte dictatorial que aún perviven en el mundo tengan que emplear excusas permanentes para -así sea mediante procesos electorales truculentos o plebiscitarios- lograr lavarse la cara con el agua de la democracia. No es casualidad que en Europa quede en pie, actualmente, solamente una dictadura (la de Lukashenko en Bielorrusia), o que en Latinoamérica (que en algún momento llegó a ser gobernada enteramente por dictadores militares, a excepción de un par de países entre los que se incluye Venezuela) ya no existan este tipo de gobiernos autoritarios.

Nehomar Adolfo Hernández 



Bibliografía

DUNN, John (1989): Modern Revolutions, Cambridge University Press; pp. 1-23.


*Trabajo realizado por el autor para la asignatura "Elementos para el análisis político" de la Maestría en Ciencia Política de la Universidad Simón Bolívar (USB).

martes, 7 de mayo de 2013

Democracia y representación / Populismo







Democracia y representación

Las democracias modernas, amén de que progresivamente han venido incorporando mecanismos que posibilitan la participación directa de las personas en la toma de decisiones y ejecución de algunas acciones de gobierno, funcionan basadas esencialmente bajo un esquema donde la representación de grandes grupos humanos es ejercida por un grupo reducido de personas. De allí que a todas luces, hoy en día, conseguir un método que posibilite el "gobierno de todos", prescindiendo de mecanismos de representación, luce como algo quimérico y por ende inviable.

Tratar de analogar la República de los antiguos con las complejas particularidades que entrañan nuestras democracias modernas es bastante difícil. En Grecia el ejercicio de la política era cuasi obligatorio, en tanto los ciudadanos eran tales en cuanto primero eran sujetos políticos (que se debían a la Polis y por ende debían dedicar su vida a construirla a través de una deliberación permanente con sus pares). Tal ejercicio, evidenciado en las largas horas de debate que consumían los hombres disertando sobre lo bueno y lo malo en el ágora, les desvinculaba de otras labores que son esenciales para hacer que las sociedades, de manera integral, lleguen a buen puerto: la vida familiar, el trabajo productivo, entre otras.   

La democracia de hoy día, entendida como la forma de gobierno que orienta sus acciones en función de los intereses de todas las personas que hacen vida en la nación, no puede pretender que, en sociedades tan grandes y complejas como las de nuestro tiempo, absolutamente todos podamos adelantar actuaciones de gobierno. Aquí se parte de reconocer el hecho de que estamos en presencia de sociedades muy numerosas, y de que por consiguiente es necesaria la escogencia de un grupo de individuos para que lleven a cabo estas acciones y allí es donde radica la importancia de la representación política. Este principio, palabras más palabras menos, es el que de alguna forma justifica la existencia del Estado moderno y sus ramificaciones.

La forma más fácil de entender por qué es necesario e ineludible el fenómeno de la representación en lo político pasa por comprender cómo se conducen las sociedades modernas: desde que aparece la división del trabajo, hasta su progresivo perfeccionamiento producto de la especialización en distintos ámbitos que apreciamos hoy día, es evidente que el hombre -amén de ser animal político al vivir en comunidad- no puede devenir exclusivamente en un ser dedicado 24 horas a la política. El que toda la sociedad viva solamente para sumarse al extenuante y permanente ejercicio de la deliberación para la construcción de consensos que implican las democracias modernas llevaría a lo que Sartori describe como ese "exceso de política" que terminó hundiendo a la sociedad griega.  

Ahora bien, toda vez que se asume que es necesario el fenómeno de la representación dentro de la política, es ineludible señalar que son los partidos políticos los principales actores llamados a funcionar como bisagra de vinculación entre lo que hoy conocemos como la sociedad y el Estado.

En el entendido de que es el partido político la única organización que asume como fin último el participar o influir de alguna manera en la conducción del Estado (lograr una bancada parlamentaria o ganar las elecciones Presidenciales, por ejemplo), es este tipo de organización -y no otra- la llamada a detentar la representación de los ciudadanos en la arena política.

Resulta difícil que otro tipo de organizaciones que indirectamente están vinculadas con el ejercicio de la política (como podría ser el caso de las ONG's), puedan ser las depositarias de la representación de los ciudadanos en este ámbito. Esto, toda vez que, precisamente por la forma de constituirse que tiene este tipo de asociación, éstas no prevén como objetivo final el alcanzar puestos de conducción del aparato Estatal.

Así pues, el partido político como actor representativo de los ciudadanos en las democracias, lo es esencialmente en virtud de dos cosas: 1) Entiende que el poder político se ejerce y se articula desde el Estado 2) Es el único tipo de agrupación que se  organiza abiertamente con el objetivo específico de tomar el poder (o cuotas de éste), contemplando para ello el alcanzar posiciones de dirección dentro del Estado.

Partiendo del hecho de que las democracias del mundo moderno comportan en gran medida un componente representativo y que esta representación necesariamente debe estar dotada de legitimidad -que se ratifica cada cierto tiempo a través de elecciones-, los partidos políticos son la estructura orgánica necesaria para que todo el sistema representativo (donde cada uno de los sectores de la sociedad pueda verse reflejado) pueda funcionar. Es allí cuando aquella frase de que "las democracias sin partidos políticos no pueden existir" cobra plena verosimilitud.

Populismo

El populismo es un fenómeno estrechamente vinculado con el desarrollo de las sociedades modernas y por consiguiente atado a la modernización. Tal y como plantea Moscoso (1990, p. 267) el gérmen de este fenómeno puede rastrearse en la entrada en escena de la llamada sociedad de masas, siendo apalancado además por el crecimiento de las grandes ciudades (con las complejidades sociales que esto entraña), así como por la potencia con la que cada vez más han ido creciendo los medios de comunicación.

De esta forma, el populismo tiene al "pueblo" como sustrato de su acción. Esto es, el pueblo como una masa de personas; el pueblo como ese conjunto uniforme que es susceptible de ser bombardeado por la propaganda política a través de los medios de comunicación masiva; el pueblo como ese tejido más o menos parejo que se confunde en un todo durante un mitín.

El populismo hallará caldo de cultivo en la modernidad, donde encontrará muchas veces sociedades problematizadas en las que las instituciones no han sido capaces de canalizar las demandas -siempre crecientes- de algunos sectores y están sujetas a sufrir procesos de deslegitimación progresiva (partidos políticos y organismos del Estado), apelando para ello al discurso encendido que pretende sustituir a estas instituciones por la conexión directa entre las necesidades de esa masa y el líder carismático que puede solucionarlas.

El líder populista -carismático por excelencia-, encontrará además en la modernidad las herramientas para lograr posicionar su discurso en las masas: medios de comunicación cada vez más tecnificados, que a su vez permiten que la labor propagandística se facilite y que por tanto posibilitan inyectar en la sociedad de manera más rápida y efectiva todas las ideas que se pretenden inculcar.

Por otra parte, en el crecimiento de las grandes ciudades y asentamientos urbanos (fenómeno íntimamente ligado al ideal de modernidad) se producen relaciones entre empleadores y empleados que naturalmente conducen a desigualdades económicas y de estratificación. Esto buscará ser capitalizado al máximo por el líder populista, que amalgamará su discurso para atizar la polémica en torno a las relaciones de dominación que ejerce un grupo sobre el otro, para así lograr posicionar en el imaginario colectivo la idea de que es posible trascender esta estructura si se confía en el líder. Esto es, esencialmente, la personificación del redentor social de los trabajadores y oprimidos.

Un teórico latinoamericano que advirtió claramente la vinculación entre la sociedad moderna y el populismo fue el argentino Norberto Ceresole, quien en conocimiento de que la modernidad entrañaba en el campo político el cuestionamiento a los partidos y la deslegitimación de las instituciones del Estado, planteó la tesis donde, partiendo del hombre carismático, era posible hacerse con el poder a través de un discurso de descrédito al sistema y que, sin que mediaran partidos políticos ni instituciones, a la vez se privilegiara la conexión caudillo-ejército-pueblo. A través de  la construcción de esta conexión que elimina las alcabalas de las instituciones y pretende vincular la necesidades del pueblo directamente con la capacidad de resolverlas que tiene el líder, se pone en evidencia un fenómeno político distintivo de las sociedades modernas: la aspiración de que las demandas sociales sean canalizadas de inmediato. 

Nehomar Adolfo Hernández


Bibliografía

MOSCOSO, C (1990). El populismo en América Latina, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid; pp. 267-271.

*Trabajo realizado por el autor para la asignatura "Elementos para el análisis político" de la Maestría en Ciencia Política de la Universidad Simón Bolívar (USB).