Demarcando Estado y Sociedad
Uno
de los debates más fecundos y ricos que se plantean en el mundo de la política
es, indudablemente, aquel que busca arrojar luces a la eterna polémica entre lo público y lo privado: ¿En qué ámbito
comienza una cosa y dónde arranca la otra? ¿Hasta qué punto llega cada una?.
Son muchas las preguntas que pueden formularse sobre estos dos particulares, y
justamente en ese sentido se plantea la polémica entre el espacio de acción
específico de "La Sociedad" y aquel que le atañe a lo que actualmente
conocemos como "El Estado". ¿Podemos hablar de sociedad sin recurrir
al concepto de Estado?.
En
principio, resulta interesante entender al Estado más allá de la concepción
Weberiana clásica, donde éste es meramente el ente que detenta el monopolio
legítimo de la violencia dentro de un determinado territorio. De igual forma,
resulta conveniente evaluar en profundidad la definición de "sociedad
civil" que llega a asomar Sartori en su obra "Elementos de teoría
política" (2008), en la cual la circunscribe a ser un cuerpo que comienza
a desarrollarse de forma autónoma y desvinculada del Estado en el momento en el
que emprende -con éxito- la tarea de estructurar sus propias relaciones económicas
basadas en el libre intercambio de bienes y servicios entre los individuos, en
la Europa de los Siglos XVIII y XIX.
Ahora
bien, a fines de enriquecer la definición de Estado que estamos trabajando bien
vale incorporar el concepto que toma prestado Bobbio en su libro sobre
"Estado, Gobierno y Sociedad" (1989), allí éste es visto por Mortati
(1969:27) como el "ordenamiento jurídico para los fines generales que
ejerce el poder soberano en un territorio determinado, al que están subordinados necesariamente los sujetos que
pertenecen a él" (p.128). Y de allí deviene necesariamente la
pregunta: ¿Y qué serían estos sujetos sino la sociedad?. Esto parece clarificarnos
un poco la duda de la vinculación entre una y otra cosa, duda que dejaremos más
clara a continuación.
Por
otra parte, en lo referente a la sociedad, y buscando superar la visión donde
su separación del Estado descansa exclusivamente en el hecho de la autonomía
económica, Bobbio es enfático al afirmar que dificilmente se puede definir
"Sociedad civil" sin hacer alusión al Estado. Allí el autor señala
que "negativamente, se entiende por 'sociedad civil' la esfera de las
relaciones sociales que no está regulada por el Estado" (p.39). Ergo, el
espacio entre uno y otro ámbito parece tener una delgada línea limítrofe, por
demás sometida a una discusión permanente.
Si
analizamos todo el asunto desde el punto de vista de determinar el espacio de
actuación del Estado y el de la Sociedad, nos percataremos de que el primero,
ineludiblemente, tiene como "razón de existencia" y "deber
ser" una serie de acciones que se
implementan para impactar directamente en la esfera de la "Sociedad
Civil". De allí que hasta quienes pregonan la utilidad de la
existencia del llamado Estado mínimo
consienten en la idea de que éste es un instrumento que debe ocuparse -al menos- de garantizar que la violencia no
opere libremente dentro de la sociedad, resguardando
la vida de sus integrantes. Más allá de ello, quienes consideran necesario que
el Estado asuma otra serie de tareas en pos de garantizar el bienestar social, estiman vital que
éste vele por el establecimiento de sistemas efectivos de salud y educación
pública, por ejemplo. En resumen, al percatarnos de que las actuaciones del Estado tienen como escenario de sus actos al
espacio donde hace vida la Sociedad, entendemos que resulta ilógico y
absurdo desvincularles.
Si se enfoca el análisis desde el punto de vista de las actuaciones que adelanta la llamada "sociedad civil", puede aceptarse que muchas de ellas pueden llevarse a cabo sin que medie la actuación del Estado (como los intercambios económicos, o las formas de representación cultural). Sin embargo, ésto sólo es valido para sociedades democráticas donde hay goce pleno de las libertades políticas, económicas, culturales, entre otras. Desde aquellos Estados que se adjudican la realización de un mayor número de tareas, hasta los que tienen aspiraciones totalitarias (intervienen directa o indirectamente en las distintas esferas en las que opera la Sociedad con el ánimo de eclipsarlas), la afirmación aquella de que el mundo del Estado y el de la Sociedad Civil están divorciado es, cuando menos, risible.
En
definitiva, aún en casos ideales donde la democracia opera como es debido, más
allá del mero hecho electoral, la "Sociedad" actúa en un territorio donde la forma de
organización operante es el Estado, por tanto la misma siempre será impactada en alguna medida por las actuaciones que
éste adelante, mientras que las suyas, aún y cuando busquen mantenerse al
margen de la esfera de acción del Estado, pueden verse comprometidas por la
orientación que tenga éste último.
Poder y legitimidad
Aún
y cuando hemos aclarado más arriba que el uso de la fuerza no es, per sé, el
único elemento definitorio del poder político (como establece Weber en su
concepción clásica del Estado), no se puede negar que el monopolio de la violencia legítima es el componente primordial que caracteriza a este
tipo de poder.
Y
cuando hablamos de que el Estado -como máxima instancia del poder político-
asume para sí la tarea de administrar la violencia en los casos que fuere
necesario, ineludiblemente aceptamos también que lo hace basado en principios
de legitimidad que le otorgan esa potestad.
De
arrancada, estos principios de legitimidad se sustentan en el consenso general
que rige a la mayor parte del mundo desde que, en la Europa del siglo XV, irrumpiera
Maquiavelo enarbolando la figura del Estado como forma de organización del
poder político, en una relación de orientación vertical entre gobernantes y
gobernados. Todo ello de tal manera que, hasta nuestros días, ésta es la
concepción cuasi universal que se tiene para estructurar el poder. Al sol de
hoy, la premisa Marxista de hacer implosionar al Estado para, luego de su
desaparición, lograr establecer la horizontalidad a través del gobierno de todos no ha visto
concresión en ninguna parte del mundo (prueba de ello es el fracaso de la
experiencia soviética que dio al traste 7 décadas después de iniciada la
Revolución Bolchevique).
De
allí que, probablemente, la base legitimadora del Estado la podamos encontrar
en el consenso generalizado que
existe para aceptar que es la única
figura viable para organizar el poder político. Esto lo podemos ver
patentizado en esa premisa que expresa que el Estado, al menos en principio, es
el instrumento necesario para resolver aquello que los particulares, por un muchas
razones que no es la idea mencionar aquí, no pueden resolver por cuenta propia,
ejemplo: el resguardo de su seguridad personal al salir a una calle (basta
imaginar qué pasaría en una ciudad donde absolutamente todos sus pobladores usaran
armas indiscriminadamente, basados en el principio de la "defensa
personal".)
En resumen, al hablar de la necesaria legitimidad que le otorgan los particulares al Estado (poder político) para que éste use la violencia cuando se amerite, es vital entender que esto no implica la extensión de un cheque en blanco. Sobre este particular Bobbio (1989) destaca que lo que hace perdurable al poder político son las bases de legitimidad sobre las que descansa. En tal sentido, lo "légitimo" viene dado en arreglo: 1) a la naturaleza: si se considera que unos deben mandar y otros obedecer o bien que necesariamente la racionalidad impone que un soberano elija a su gobernante, 2) a la historia: donde la tradición y el statu quo se vuelven algo legitimador o bien la idea de cambio provoca una revolución que acabe con lo establecido y 3) a la voluntad: en la Monarquía se acepta la voluntad divina, mientras que en la República rige la decisión del soberano (p.120-124)
Finalmente,
al hablar de ese manto de legitimidad del que hemos entendido que debe estar
revestido el poder político para operar, indirectamente aceptamos que para ello
es necesario que continuamente ocurran procesos de permanente re-legitimación
de los mecanismos que emplea dicho poder en su accionar rutinario, aval que, en
todo caso, le corresponde al soberano dar.
Nehomar Adolfo Hernández
Bibliografía
BOBBIO, N (1989). Estado, Gobierno y
Sociedad. México: Fondo de Cultura Económica
SARTORI, G (2008). Elementos de
teoría política. (6ta Ed.). Madrid: Alianza Editorial.
*Trabajo realizado por el autor para la materia "Elementos para el análisis político" de la maestría en Ciencia Política de la Universidad Simón Bolívar (USB).
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