domingo, 31 de marzo de 2013

El poder como ejercicio del consenso / El poder, la violencia y la revolución







El poder como ejercicio del consenso

A lo largo de toda la obra "Sobre la Violencia" de Hannah Arendt se advierte la intención marcada de la autora en someter a revisión -desde una perspectiva particular- algunos conceptos que tradicionalmente están asociados a la praxis política. Aún y cuando las disertaciones sobre la noción de violencia, guerra y conflicto copan buena parte del libro, otros conceptos de importancia capital también son estudiados en esta obra; tal es el caso de una nueva conceptualización del asunto del poder que hace explícita Arendt.

En tal sentido, la autora de origen judeo-alemán busca establecer una suerte de dicotomía entre dos aspectos que constituyen parte -quizás protagónica- de lo político: el poder y la violencia. De allí pues, la visión particular de Arendt buscará hacernos comprender que estos dos conceptos se pueden entender en la medida en la que el uno refleja -por definición- la negación del otro.

El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su   propio impulso, acaba por hacer desaparecer al poder. Esto implica que no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar de un poder no violento constituye en realidad una redundancia. La violencia puede    destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo. (Arendt, 1970, p. 77)

Ahora bien, para hacer más clara esta distinción conviene comprender que la autora estima que el poder, más que un vehículo para la represión legítima, la admistración del "orden" o la estructuración estratificada de relaciones verticales entre  el gobernante y los gobernados, es un ejercicio permanente de consenso. Aquí el meollo de la discusión descansa en la construcción alternativa que hace Arendt de la visión que tienen autores como Maquiavelo, Hobbes o Weber, donde el poder pasa de ser un asunto que se resume en la ecuación mando-obediencia a ese entramado mucho más complejo que se da en el ámbito de las relaciones sociales y donde, a través del debate constante, se persigue el llegar a puntos de coincidencia; es decir: a la consecución de acuerdos.  

Conviene reflexionar si lo expuesto por Arendt es simplemente una visión alternativa a la de los autores que hemos mencionados anteriormente o, si más allá de eso, tiene pretensiones de trascender las concepciones maquiavélicas o weberianas del poder. De acuerdo a las propias palabras de la autora, la intención parece ser esta última, en tanto y en cuanto pretende superar y al mismo tiempo complementar la definición de poder usualmente estudiada en la ciencia política; todo ello al estimar que: "Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido." (p.60)

Así pues, Arendt no concibe lo poderoso en los términos de la mandonería propia de un tirano que, a través del terror y la violencia, coacciona a un conjunto de personas para imponer su voluntad, sino que por el contrario estima que habrá poder efectivo allá donde la toma de decisiones se produzca al calor de lo consensuado, habrá poder donde más allá de las imposiciones, haya acuerdos generados a través del diálogo.

Esta visión de la autora, seguramente muy influenciada por su vivencia personal vinculada a las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y la persecución del pueblo judío preconizada por el régimen Nazi alemán, es una abierta invitación a repensar  cómo concebimos que una Nación es "poderosa": si lo hacemos como un sistema donde reinan la amenaza y la permanente latencia de la guerra (interna y externa) contra quien disiente del "gobierno fuerte", o bien como una sociedad que -apalancada en el diálogo- llega a puntos de vista en común que permiten enrumbar los barcos de un verdadero proyecto nacional hacia un sólo puerto.   


El poder,  la violencia y la revolución

Como se ha mencionado más arriba, poder y violencia son conceptos que para Arendt son imposibles de desvincular el uno de el otro. Esto es, comprender ambas nociones como antagónicas: cuando el rango de acción de una va in crescendo el de la otra, lógicamente, se reduce. Así pues, se hace evidente que -en medio de la concepción del poder consensuado que se estableció antes- cuando alguien emprende el sendero pleno de incertumbre que representa la violencia los cimientos del poder que dice detentar se fracturan.

Cuando una nación decide iniciar una guerra el llamado al conflicto -necesariamente- debe legitimarse, generalmente a través de explicaciones en la arena política en aras de hallar una justificación; es en ese interín cuando el supuesto poder de los gobernantes pudiese comenzar a ser puesto en entredicho. Desde otro punto de vista, si la guerra se emprende sin que medie argumento alguno (por criticable que éste pueda ser) la acción violenta no gozará de legitimidad, por lo que el cuestionamiento al poder -y su tambaleo- es el destino más seguro.

En todo caso, para Arendt la violencia  no es, en lo absoluto, definible en sí misma, puesto que entraña un carácter meramente "instrumental" (p.63), donde ésta dificilmente puede ser concebida como un fin, más aún cuando siempre sirve como herramienta o medio para lograr otros objetivos (conquistar nuevos territorios, por ejemplo). A través de esta concepción también podemos entender por qué los intentos de imponer a troche y moche algo (a través de amenazas o de escaladas de violencia) son abierta contraposición y reducción de la esfera del poder (visto como espacio de consenso y concierto de ideas).

Sobre el tema de las revoluciones Arendt destaca un aspecto que es capital: estas no se hacen por obra y gracia de las pasiones desbordadas ni por un mero instinto de exacerbación de la violencia, sino que por el contrario están ineludiblemente ligadas al sentido de la oportunidad de quien pretenda liderizarlas; esto es, ni más ni menos, que el tener ese olfato que permite detectar una serie de condiciones que garantizan el éxito de la revolución. Lo de Arendt no viene a ser una revelación o una novedad, puesto que ya el propio Lenin en sus escritos previos a la puesta en marcha de la "Revolución Bolchevique" advertía que para que ésta fuese exitosa se debía esperar un momento oportuno donde se presentaran una serie de condiciones específicas que garantizaran la toma efectiva del poder.

Si nos seguimos remitiendo al caso específico de la Revolución Rusa, resulta evidente que la afirmación de que "revolucionario es aquel que reconoce cuando el poder está en la calle y sabe cómo tomarlo" cobra  cierta verosimilitud. Todo ello en la medida en que Lenín aprovecha la magnitud del poder que representa para entonces la gran masa de obreros que están dispuestos a salir a la calle para reclamar sus derechos y constituye una vanguardia que dote de dirección política a ese movimiento, al tiempo que se aprovecha de la condición histórica de declive en la que venía sumiéndose el otrora poderoso régimen zarista.
           
 Nehomar Adolfo Hernández


Bibliografía

ARENDT, H (1970). Sobre la violencia. Madrid: Alianza Editorial 


*Trabajo realizado por el autor para la asignatura "Elementos para el análisis político" de la maestría en ciencia política de la Universidad Simón Bolívar (USB)

domingo, 24 de marzo de 2013

Demarcando Estado y Sociedad / Poder y legitimidad






Demarcando Estado y Sociedad

Uno de los debates más fecundos y ricos que se plantean en el mundo de la política es, indudablemente, aquel que busca arrojar luces a la eterna polémica entre lo público y lo privado: ¿En qué ámbito comienza una cosa y dónde arranca la otra? ¿Hasta qué punto llega cada una?. Son muchas las preguntas que pueden formularse sobre estos dos particulares, y justamente en ese sentido se plantea la polémica entre el espacio de acción específico de "La Sociedad" y aquel que le atañe a lo que actualmente conocemos como "El Estado". ¿Podemos hablar de sociedad sin recurrir al concepto de Estado?.

En principio, resulta interesante entender al Estado más allá de la concepción Weberiana clásica, donde éste es meramente el ente que detenta el monopolio legítimo de la violencia dentro de un determinado territorio. De igual forma, resulta conveniente evaluar en profundidad la definición de "sociedad civil" que llega a asomar Sartori en su obra "Elementos de teoría política" (2008), en la cual la circunscribe a ser un cuerpo que comienza a desarrollarse de forma autónoma y desvinculada del Estado en el momento en el que emprende -con éxito- la tarea de estructurar sus propias relaciones económicas basadas en el libre intercambio de bienes y servicios entre los individuos, en la Europa de los Siglos XVIII y XIX.  

Ahora bien, a fines de enriquecer la definición de Estado que estamos trabajando bien vale incorporar el concepto que toma prestado Bobbio en su libro sobre "Estado, Gobierno y Sociedad" (1989), allí éste es visto por Mortati (1969:27) como el "ordenamiento jurídico para los fines generales que ejerce el poder soberano en un territorio determinado, al que están subordinados necesariamente los sujetos que pertenecen a él" (p.128). Y de allí deviene necesariamente la pregunta: ¿Y qué serían estos sujetos sino la sociedad?. Esto parece clarificarnos un poco la duda de la vinculación entre una y otra cosa, duda que dejaremos más clara a continuación.

Por otra parte, en lo referente a la sociedad, y buscando superar la visión donde su separación del Estado descansa exclusivamente en el hecho de la autonomía económica, Bobbio es enfático al afirmar que dificilmente se puede definir "Sociedad civil" sin hacer alusión al Estado. Allí el autor señala que "negativamente, se entiende por 'sociedad civil' la esfera de las relaciones sociales que no está regulada por el Estado" (p.39). Ergo, el espacio entre uno y otro ámbito parece tener una delgada línea limítrofe, por demás sometida a una discusión permanente.

Si analizamos todo el asunto desde el punto de vista de determinar el espacio de actuación del Estado y el de la Sociedad, nos percataremos de que el primero, ineludiblemente, tiene como "razón de existencia" y "deber ser" una serie de acciones que se implementan para impactar directamente en la esfera de la "Sociedad Civil". De allí que hasta quienes pregonan la utilidad de la existencia del llamado Estado mínimo consienten en la idea de que éste es un instrumento que debe ocuparse  -al menos- de garantizar que la violencia no opere libremente dentro de la sociedad, resguardando la vida de sus integrantes. Más allá de ello, quienes consideran necesario que el Estado asuma otra serie de tareas en pos de garantizar el bienestar social, estiman vital que éste vele por el establecimiento de sistemas efectivos de salud y educación pública, por ejemplo. En resumen, al percatarnos de que las actuaciones del Estado tienen como escenario de sus actos al espacio donde hace vida la Sociedad, entendemos que resulta ilógico y absurdo desvincularles.

Si se enfoca el análisis desde el punto de vista de las actuaciones que adelanta la llamada "sociedad civil", puede aceptarse que muchas de ellas pueden llevarse a cabo sin que medie la actuación del Estado (como los intercambios económicos, o las formas de representación cultural). Sin embargo, ésto sólo es valido para sociedades democráticas donde hay goce pleno de las libertades políticas, económicas, culturales, entre otras. Desde aquellos Estados que se adjudican la realización de un mayor número de tareas, hasta los que tienen aspiraciones totalitarias (intervienen directa o indirectamente en las distintas esferas en las que opera la Sociedad con el ánimo de eclipsarlas), la afirmación aquella de que el mundo del Estado y el de la Sociedad Civil están divorciado es, cuando menos, risible.    

En definitiva, aún en casos ideales donde la democracia opera como es debido, más allá del mero hecho electoral, la "Sociedad" actúa en un territorio donde la forma de organización operante es el Estado, por tanto la misma siempre será impactada en alguna medida por las actuaciones que éste adelante, mientras que las suyas, aún y cuando busquen mantenerse al margen de la esfera de acción del Estado, pueden verse comprometidas por la orientación que tenga éste último.


Poder y legitimidad

Aún y cuando hemos aclarado más arriba que el uso de la fuerza no es, per sé, el único elemento definitorio del poder político (como establece Weber en su concepción clásica del Estado), no se puede negar que el monopolio de la violencia legítima es el  componente primordial que caracteriza a este tipo de poder.

Y cuando hablamos de que el Estado -como máxima instancia del poder político- asume para sí la tarea de administrar la violencia en los casos que fuere necesario, ineludiblemente aceptamos también que lo hace basado en principios de legitimidad que le otorgan esa potestad.

De arrancada, estos principios de legitimidad se sustentan en el consenso general que rige a la mayor parte del mundo desde que, en la Europa del siglo XV, irrumpiera Maquiavelo enarbolando la figura del Estado como forma de organización del poder político, en una relación de orientación vertical entre gobernantes y gobernados. Todo ello de tal manera que, hasta nuestros días, ésta es la concepción cuasi universal que se tiene para estructurar el poder. Al sol de hoy, la premisa Marxista de hacer implosionar al Estado para, luego de su desaparición, lograr establecer la horizontalidad a través del gobierno de todos no ha visto concresión en ninguna parte del mundo (prueba de ello es el fracaso de la experiencia soviética que dio al traste 7 décadas después de iniciada la Revolución Bolchevique).

De allí que, probablemente, la base legitimadora del Estado la podamos encontrar en el consenso generalizado que existe para aceptar que es la única figura viable para organizar el poder político. Esto lo podemos ver patentizado en esa premisa que expresa que el Estado, al menos en principio, es el instrumento necesario para resolver aquello que los particulares, por un muchas razones que no es la idea mencionar aquí, no pueden resolver por cuenta propia, ejemplo: el resguardo de su seguridad personal al salir a una calle (basta imaginar qué pasaría en una ciudad donde  absolutamente todos sus pobladores usaran armas indiscriminadamente, basados en el principio de la "defensa personal".)

En resumen, al hablar de la necesaria legitimidad que le otorgan los particulares al Estado (poder político) para que éste use la violencia cuando se amerite, es vital entender que esto no implica la extensión de un cheque en blanco. Sobre este particular Bobbio (1989) destaca que lo que hace perdurable al poder político son las bases de legitimidad sobre las que descansa. En tal sentido, lo "légitimo" viene dado en arreglo: 1) a la naturaleza: si se considera que unos deben mandar y otros obedecer o bien que necesariamente la racionalidad impone que un soberano elija a su gobernante, 2) a la historia: donde la tradición y el statu quo se vuelven algo legitimador o bien la idea de cambio provoca una revolución que acabe con lo establecido y 3) a la voluntad: en la Monarquía se acepta la voluntad divina, mientras que en la República rige la decisión del soberano (p.120-124)

Finalmente, al hablar de ese manto de legitimidad del que hemos entendido que debe estar revestido el poder político para operar, indirectamente aceptamos que para ello es necesario que continuamente ocurran procesos de permanente re-legitimación de los mecanismos que emplea dicho poder en su accionar rutinario, aval que, en todo caso, le corresponde al soberano dar.  

                                                                                                                 
                   Nehomar Adolfo Hernández


Bibliografía

BOBBIO, N (1989). Estado, Gobierno y Sociedad. México: Fondo de Cultura Económica

SARTORI, G (2008). Elementos de teoría política. (6ta Ed.). Madrid: Alianza Editorial.


*Trabajo realizado por el autor para la materia "Elementos para el análisis político" de la maestría en Ciencia Política de la Universidad Simón Bolívar (USB). 

miércoles, 20 de marzo de 2013

¿Qué es la política?/La política y la búsqueda de lo justo






¿Qué es la política?

Cuando emprendemos cualquier estudio vinculado con la política, lógicamente un aspecto fundamental que determina el éxito que podamos tener en dicha tarea recae en el hecho de  precisar y entender muy bien de qué estamos hablando al momento de referirnos a esta expresión. Tanto más cuando la escasa comprensión sobre lo que implica tal palabra algunas veces genera distorsiones en el imaginario colectivo; falsas suposiciones que, en ciertas ocasiones, tienden a hermanar el término "política" con todo lo malo que se pueda esperar del hombre.

En tal sentido, y con el el propósito de  hacernos de una noción básica de la política, la definición aportada por Manuel García-Pelayo en su "Idea de la Política" (1999) nos resulta de una utilidad inconmensurable. En dicha obra, este connotado académico español delimita con gran precisión el asunto, circunscribiéndolo a la "aspiración a participar en el poder o a influir en su distribución, sea entre Estados, sea, dentro un Estado, entre los hombres incluidos en él" (p.13).

De esta concepción que tiene García-Pelayo se desprende que, naturalmente, las actividades propias de la política derivan de la cuota de participación e influencia que pueda tener un individuo (inserto en la vida en comunidad) al momento de poder decidir cómo se conducen los asuntos públicos de la parroquia, municipio, estado o país en el que habita (nótese que en este caso hacemos alusión a las unidades de división político-territoriales utilizadas en Venezuela, pero lo mismo aplica a cantones, distritos, condados o a las distintas unidades que son empleadas en otras latitudes del mundo). Fijada esta idea, es evidente que la discusión sobre lo que es político gira en torno a aspectos sumamente inmediatos a cualquier persona que, como es normal en la vida humana, genere interacciones con sus semejantes dentro de un determinado espacio físico; de allí que, tal y como se ha señalado siempre, lo político tiene una vinculación   -en extremo difícil de romper- con lo social.

Así pues, el quehacer político involucra a colectivos humanos, comprometiéndolos en la toma de decisiones que afectan positiva o negativamente las metas o fines que éstos tengan a bien plantearse como unidad. Estas lineas maestras -o fines que se plantea cada sociedad- abarcan un amplio abanico de aspectos inherentes a la vida de quienes conforman este corpus social: la orientación del modelo económico a seguir, las manifestaciones culturales aceptadas, las leyes que establecen lo permitido y lo prohibido dentro de una comunidad, entre muchos otros elementos.

El propio García-Pelayo (1999) indica que, a grandes rasgos, a lo largo de la historia de la humanidad puede distinguirse entre dos visiones de la política: una que apunta fundamentalmente a la lucha por el control del poder y por ende se concibe en términos de establecer relaciones entre gobernantes y gobernados (donde unos imponen su voluntad a los otros); y por otra parte, también es admisible contemplarla como un mecanismo para aspirar a la paz y el orden social, donde el elemento clave es la búsqueda de la justicia (pp. 6-7).

En conclusión, el ámbito de la política siempre estará situado allí donde bien los individuos o bien los grupos humanos -movidos por una serie de motivaciones propias- busquen dirimir en la esfera pública sus conflictos. Estas confrontaciones, a veces canalizadas a través de la violencia física y otras tantas matizadas a través del diálogo, persiguen la conquista de espacios en los niveles de decisión que se pueden tener para determinar el destino de un colectivo. Son ejemplos de la búsqueda del poder que hemos descrito: los conflictos armados que se dan entre países (situación violenta) y las pugnas electorales que se dan entre partidos políticos en un determinado país para acceder a cargos de elección popular (situación no violenta).


La política y la búsqueda de lo justo

Resulta difícil deslindar la búsqueda de la justicia del campo de acción de la política, tanto más cuando la tradición inaugurada por los filósofos griegos asoma que, por encima de muchas otras cosas, el ejercicio de lo político tenía como objeto fundamental garantizar la prevalencia de lo bueno y lo virtuoso dentro de la polis, ergo el objetivo apuntaba a aproximarse a lo que era justo para sus ciudadanos.

En esencia, esta visión de la política como mecanismo para lograr la justicia se sustenta en lo que indica Sartori (2008) desde el punto de vista del análisis del discurso de los griegos, el cual afirma que contampla un profundo componente ético que es posible detectar especialmente en los trabajos de Platón (p. 237). Sin embargo, con el tránsito a la entrada en escena del Estado como estructura fundamental de la política y la aparición de una relación vertical entre quien detenta el gobierno y quien, logicamente, es gobernado  (bandera fundamental del pensamiento de Maquiavelo) la noción de lo justo como fin último de la política se verá trastocada en cierta medida. De acuerdo a esta nueva concepción la valoración no oscilará entre lo bueno y lo malo, sino que se centrará en la búsqueda de los mecanismos que permitan la conservación del poder y que a la vez logren hacerlo funcional y efectivo, en una relación donde existen gobernantes y gobernados.

Ahora bien, para entender a qué nos referimos resulta provechoso hacerse de la definición que esgrime García-Pelayo (1999), que amplía la noción general que podamos tener sobre lo justo asociado solamente a la visión básica de lo bueno y lo malo. Es caracterizada por dicho autor como sigue:

La pretensión de realizar imperativamente, es decir, en general por la vía jurídica, un sistema axiológico, concepción que no contradice el concepto tradicional de justicia, sino que más bien lo perfecciona en cuanto que proporciona un standard de lo que es cada uno y la jerarquía de objetivos hacia los que ha de tender la comunidad política. (p.21)

De allí se deriva la reflexión de que la justicia va más allá de la dualidad simplista de la concepción bueno-malo que cada quien pueda tener, puesto que producto de la evolución histórica del pensamiento la búsqueda de lo justo se verá luego vinculada a la creación de un ordenamiento jurídico que permita reglamentar mediante la ley ¿qué es lo que definitivamente debe aceptarse y qué es lo que por ningún motivo puede aceptarse? en función de las particulares aspiraciones y modos de vivir de cada sociedad.   

Así pues, el propio García-Pelayo refiere que la relación entre la política y la justicia en nuestros días puede bosquejarse, en alguna medida, en los términos en los  que Schiller planteó el asunto y que, palabras más, palabras menos, asumen el hecho de que la actividad política se vincula con la búsqueda de la conquista del poder, para que una vez que éste haya sido tomado se implante en los gobernados una noción de justicia. Esto es, en resumen, generar una serie de objetivos que dicha sociedad asume como propósito a realizar, dentro de unos esquemas que delimitan cuáles son las actuaciones permitidas y las no permitidas para lograrlo. 

Nehomar Adolfo Hernández

Bibliografía

GARCÍA-PELAYO, M (1999). Idea de la política. (6ta Ed.). Caracas: Fundación Manuel García-Pelayo.

SARTORI, G (2008). Elementos de teoría política. (6ta Ed.). Madrid: Alianza Editorial. 
  


*Trabajo realizado para la asignatura "Elementos para el análisis político" de la maestría en Ciencia Política en la Universidad Simón Bolívar (USB)